Dice la verdad quien dice sombra.  

(Notas sobre el sentido en la obra de Karen Clachar)

 

Cada acto es una obra de arte.
Joseph Beuys
 
Habla-
pero no separes el No del Sí.
Y da a tu decir sentido:
dale sombra.
Paul Celan

 

En un texto fundacional sobre la curaduría–escrito por el brasilero Ivo Mesquita– se definía el papel del curador como una suerte de cartógrafo: “que organiza conjuntos de significantes desordenados, estableciendo direcciones y marcadores... no revela sentido (significación) sino que la crea (significante)”.  Esta categoría puede ser aplicable a la producción artística, cuando esta supera meramente la elaboración de ‘objetos de arte’ hacia la instrumentación de un discurso más pretensioso en términos culturales, como es el caso de la ‘confección’ de una ‘nueva historia’. 

Una producción en este orden –construida a partir de retazos, de fragmentos heterodoxos sin un orden cronológico preestablecido, ajena a un papel transcendental en la historia oficial– es identificable en el modus operandi con que Karen Clachar (Costa Rica, 1967) ha desarrollado su proyecto Huellas de una Herencia en la provincia de Guanacaste. Este recibió la Declaratoria de Interés Cultural por parte del Ministerio de Cultura y Juventud en el 2007. 

Así la memoria histórica se traduce como eje transversal de la obra de Clachar. Al mismo tiempo deja claro que el papel del arte –y del artista– no radica en una (re)construcción de esta memoria desde la perspectiva del historiador, del sociólogo o del antropólogo. En su caso se ilustraría mejor desde esta representación subjetiva que apunta Mesquita: un cartógrafo. Su detenimiento estético es la elaboración de un mapa simbólico-afectivo-histórico de algo que es, a la vez, temporal y geográfico: el lugar donde se nace.

Natural de Guanacaste, provincia al norte del país, limítrofe con Nicaragua – y que alguna vez formó parte del territorio de esta república– Clachar sabe que la ambigüedad geográfica ha enriquecido el patrimonio cultural del guanacasteco, aportando elementos que se confunden en su propia noción de límite y territorio. De esta manera la vindicación del patrimonio –tangible e intangible– de la zona, se convirtió en el pretexto para discursar sobre los estereotipos y modos de representación de ‘un lugar’ que ha sido definido como una especie de “Plantación Paraíso” . En un distanciamiento de lo legitimado en las instancias oficiales, es que Clachar encuentra la materia prima para hilar un nuevo tejido histórico, instituido en una serie de personajes, elementos y tradiciones de la cultura popular de la provincia. El sabanero, las cocineras, las retahílas, las bombas –amalgamados en la ‘no poca’ perversión del discurso artístico, que estetiza cualquier relación con el mundo– son parte de esa totalidad fragmentaria que se traduce, de una manera “otra” para el contexto del arte, de la mano de Clachar.

El trayecto de esta artista en el circuito del arte contemporáneo centroamericano podría definirse como intenso. Hace apenas unos años atrás su obra se circunscribía a lo pictórico –como modo de ejecución– y su trabajo exploró el realismo, el expresionismo y la abstracción. En el tránsito, que va de la expresión a formas menos definidas, quedó atrapada por las posibilidades discursivasde la gráfica, que la acompaña de forma paralela en la actualidad. Los que han escrito de su trabajo tienden a crear un divorcio entre esta etapa anterior y la que hoy se vislumbra en su carrera, con mayor incidencia en la esfera pública. Sin embargo la obra pictórica y gráfica de Clachar evolucionó hacia el lugar del ‘entredicho’ o ‘ambigüedad de lo representado’ que más tarde cobra absoluto sentido como terreno esencial de su propuesta.

La inspiración, si este término tuviese aún privilegios en el lenguaje del arte, vino no sólo de la convivencia con el legado cultural de Guanacaste, sino también con el universo mismo de lo artístico, donde Clachar ha destacado la influencia de la obra de Joseph Beuys. El maestro alemán, padre de Fluxus, encontró en el performance lo que Clachar en su accionar público, una especie de gesto chamánico que potencia la capacidad de diálogo con el contexto inmediato y la transformación que produce en el propio sujeto del arte. 

En un tiempo en el que se ha producido una liberalización del arte, según ha apuntado el filósofo Arthur Danto, se abren múltiples posibilidades creativas pero, antes que nada, domina una suerte de estética táctica. Parte de esa estrategia está en la representación de lo conocido y en la motivación pública de ese gesto. La politicidad de la obra de Clachar, lejos de las contiendas de lo panfletario, introduce el anonimato de la mirada como columna vertebral de esa disolución autoral que sucede en la esfera pública. A la vez, la artista juega con los roles que le otorga el poder movilizador con el que ejecuta sus propuestas. 

Como los artistas Rickrit Tiravaniay Domingo Sánchez Blanco , Karen Clachar“alimenta a las masas”, en un momento en el que las intervenciones en el espacio público van transformándose en anécdotas a la manera del barroco, que más que nada desconciertan o producen hilaridad. Pero algunas de esas propuestas consiguen sobrepasar la “pose” para convertirse en ceremonias, “rituales” en los que se genera experiencia y, sobre todo, se escapa de la rutina meramente estética, de esa hibernación pavorosa en la que están localizadas muchas obras de arte público, sin contextualización y coincidencia con el escenario que las motiva. Entre lo ya dicho y lo inaudito surgen lugares, intersticios, que nos reclaman, un rumor que dice “ven”, sea a edificar algo o a (de)construir lo que nos limita. En definitiva, un estar juntos. 

Este principio domina su trabajo. Sus provocaciones en el contexto público van desde propuestas que traducen una ‘falsa ingenuidad’ como los eventos de Bombas y Retahílas y las tomas de Huellas de los principales actores de la localidad (sabaneros,  cocineras, entre otros); donde lo comunitario se maneja entre el estereotipo, el cliché y la dignificación de ciertos roles. Pasan luego por la ‘ilusión’ de una construcción colectiva como el mural histórico que es el disfraz de La Casa de Vico (muestra del devenir histórico-cultural de la provincia) implementado como un work in progress o la escritura de Pañuelos con experiencias, historias, versos e imágenes de la zona. Hasta que finalmente el gesto político se va tornando másexplícito con proyectos como NOT FOR SALE (una campaña de recuperación de los emplazamientos que tiene importancia desde su perspectiva histórica y vivencial de Guanacaste) de donde se desprende la adhesión a partir de la donación de la huella dactilar de todos los involucrados, insistiendo en la identidad como factor colectivo, mezcla de disolución, pertinencia y anulación de la misma. Todo reclama ese ven, sé parte de esto que es desordenadamente nuestro.

Es, entre otras cosas, en ese desfallecimiento progresivo delespacio público donde hay que localizar el origen de este omnipresente narcisismo que caracteriza a la sociedad actual , siendo casi inaudible la demanda de lo esencial que Clachar acaba por asumir. De ello se vale la artista para la asunción de esta restitución de lo público desde el emblemático sentido de la pérdida. Como la recuperación de la memoria del sujeto es la virtud del psicoanálisis, la virtud del arte de Clachar radica en esta restauración de una “memoria colectiva”. 

La obra de esta artista extiende un manto de protección, cuyo tejido es lo suficientemente accesible, que no hace otra cosa que perpetuar la idea de un rey desnudo. Es en su elección, en su gesto de vestirlo donde el exhibicionismo cobra sentido sobre lo que nunca ha dejado de estar ahí: un árbol, un cacho carbolinero, la tierra misma. La artista obnubila la reconstrucción de la verdad como ‘real’, para asentarla desde una dimensión ‘ética’ de la verdad. 

La certezas son sólo un espejismo de lo que todo es –o era– y son, a la vez, ese ejercicio perturbador de la duda: ¿será mi imagen del sabanero, un sabanero? ¿será una foto de un árbol, un árbol?, ¿será la impresión de una huella, una huella en sí?. Allí es donde se destruye el relato monopolizador de la historia, para que Clachar construya su gran metáfora: la sombra nunca miente, es “una verdad” en continuo desplazamiento. La sombra es el síntoma de eso que dejamos detrás, de lado, nuestra propia proyección en el mundo. De alguna manera en su intangibilidad está el grado superior, el grado cero de la huella: aquella que acude sin ser invitada. 

La impresión de los pies de ciertos personajes en cemento, construyendo un vertebrado nuevo; apilados estéticamente, como dejando entrever que están pero que importa su masa, no su individualidad, son otra huella traicionada. Los cachos carbolineros en alegoría a la modernidad, simulan una escultura a partir de algo cuyo uso y esencia formal es pre-moderna. Un ejército de sabaneros, en vindicación de la alfarería como gesto primigenio del hombre ante el barro, es contrapunto con la tecnología que despliega el trabajo fotográfico de la artista. Un horno que no es ya más un horno. Una huella que es sombra y espejo y otra vez huella, luego de un proceso de asimilación del proceso artístico. ¿Clachar miente, o es sólo que la verdad de lo que retrata o representa es tan adversa y diversa que es ‘irrepresentable’?

La última vez que supe de Karen Clachar, antes de concluir este texto, estaba frente a un árbol de Guanacaste en medio del paisaje soleado de una sabana en Liberia, a principios de abril. Colocaba asimétricamente, con paciencia, durante dos días, alrededor de veinte mil chorejas (semillas del árbol) reproduciendo las líneas efímeras de la sombra, que en su impertinente devenir se alejaba mientras la artista trataba de atraparla. Clachar había descrito este gesto, a priori, como ‘encuentro con la sombra’.  Robert Smithson quien es, sin duda, el artista que mayor influencia ha tenido en la reconsideración de la relación con la Naturaleza, un término por el que no tenía precisamente simpatía, dado que para él se trataba simplemente de otra ficción del siglo XVIII; prefería el término tierra (earth), algo más concreto, confuso, sujeto a cataclismos, capaz de generar en el sujeto una suerte de melancolía. El Earth Art –como lo llamó– encontró sus mejores emplazamientos en lugares que habían sido perturbados por la propia industria, la urbanización incontrolada o la devastación propia de la Naturaleza: los emplazamientos más humildes o incluso degradados, constituyen un reto para el arte, y una mayor posibilidad de estar en soledad. 

De alguna manera el caso de Guanacaste emula esta pulsión, una estética del desamparo en la quedó de forma estereotipada su sabana o su símbolo fundamental –el árbol de Guanacaste– confundido insistentemente con otros, lo que sugiere una especie de confusión histórica. El árbol que da nombre a la provincia, debe el suyo a la etimología de dos vocablos aztecas que se traducen como “el árbol que escucha” (por la forma de oreja de sus semillas). Este aporte desde el territorio de lo simbólico insiste en el silenciamiento de algo o alguien que ha estado más destinado a oír que hablar. A ser relatado, más que relatarse a sí mismo. 

Es cierto que el arte degenera cuando se aproxima a la condición de jardinería, especialmente cuando no repara en la conciencia de clase o ideología que esos lugares comportan. Advertimos una oposición clara entre las earthworks smithsonianas y el jardín inglés: “No son accesibles; no existen para el placer o la evasión; son explícitamente entrópicas en vez de crear la ilusión de eternidad; implican una crítica teórica del humanismo que es esencial en la estética del jardín” . Clachar, al modo de un Smithson se adentró con su “Guanacaste” en lo que llama los problemas abismales del jardín, que no entiende como un lugar utópico o paradisíaco, sino como un ámbito en el que puede surgir lo adverso, perdido aquel ideal del ‘jardín de la virtud’. Clachar nos aleja por un momento de nuestro destino, los torture gardens. Cuando los jardines históricos han sido reemplazados por los sitios del tiempo o, en términos más crudos, por los basureros, existe una especie de paisaje emancipador. Un paisaje con voz propia, que se cansa de ser solamente el soporte del discurso externo y pretende en toda su grandilocuencia formal, hablar de sí mismo. Una nueva noción del paisaje, de territorio, que está definido por los campos intelectuales de acción que el arte propone, más que por nociones estrictamente geográficas. Podríamos decir que Clachar instaura aquí la génesis de una “botánica política” y de un “paisaje sentimental”.

 

La artista sabe que, más que el registro fotográfico del árbol y la imagen de su grandeza, el acto del arte estuvo –y siempre ha estado– allí, en esa recreación contemplativa en diálogo con la Naturaleza (en su acepción más amplia). En ese regreso al espejo, la historia y la costumbre, incluso la sana costumbre de escuchar a otros. Como un cartógrafo, Clachar une las partes y hace un mapa personal, que nunca es todo sino “la suma de muchos, pequeños, insignificantes e invisibles” algo. En esa edificación mítica, ese dibujo sin contornos específico que es su mapa de Guanacaste, dedujo que la geografía es tiempo. Pues supo que la sombra es sólo algo que sucede y se da, no se define ni se construye… y que somos además parte de ella.  Los axiomas no son, nunca, suficientemente viejos.

Todo esto que ya sabe lo traduce Karen Clachar en arte. Parece inevitable. 

Inevitable como la verdad. Inevitable como la sombra.

 

Clara Astiasarán

Santa Ana, Costa Rica, abril de 2009, D.C.